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....Y vió que el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. en sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en todo caso alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pié y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como están los defectos y virtudes en las almas nuevas" Don Rómulo Gallegos

27 de enero de 2014

Peregrinos (1/3) - Francisco Castillo Serrano


L
a historia de una familia es una referencia de una época, de los hechos que vivió un pueblo, una ciudad, un país. Por ello, apoyándonos en la historia familiar de nuestro colaborador y amigo Francisco Castillo Serrano, publicada en su libro EL ULTIMO VIOLÍN, queremos pintarles aquellos años críticos que vivió Venezuela, diezmada por las guerras y la enfermedad.

Estas angustias las plasma  hermosamente el autor  en la siguiente  historia denominada  Los Peregrinos: 

LOS PEREGRINOS

Francisco Castillo Serrano


“El país se debatía en la encrucijada de dos torbellinos concurrentes: enfermedades y guerras. 

Parecía que una calamidad desataba a la otra. Y el venezolano, preso de las mas completa indefensión a las molestias propias del trópico, es sorprendido por un nuevo enigma terrorífico que lo devora: las epidemias. Procedentes de otras latitudes, pero… vengan de donde vinieren, se ensañaban contra aquellos seres que no albergaban otra posibilidad de defensa que la emigración. 

¡Huir, escapar despavoridos! 

Ancianos, jóvenes , niños, todos desertaban, ante las zarpas del contagio. 

El Paludismo, conocido como la “peste de Apure” fue considerado como la afección de mayor profusión nacional. Aquel padecimiento se propago en 1833 desde Mantecal a todas las poblaciones de esa provincia, con tal furia que familias enteras desaparecieron y casi no hubo en el llano una vivienda sin víctimas.” 

“San Fernando no dejó de ser vulnerable a la pandemia de cólera más terrible y pavorosa que haya azotado a la humanidad a lo largo del tiempo (1854). Según Ramón Diaz Sánchez, se cree que fue este el flagelo causante del mayor número de muertes en el siglo pasado, y el que mas espanto causó, no solo por sus efectos mortíferos, sino por la forma dolorosa y singularmente sucia de destruir a quienes atacaba” 

“El morbo variólico, o “la brava” (1855). La reparación de la malaria a fines del siglo XIX, que se prolongó hasta las dos primeras décadas del XX, convirtiéndose en uno d elos contagios que mas estragos ocasionó a la nación, segando la vida de casi un tercio de sus habitantes. A la Peste Española (1918 y 1920) que como fenómeno sanitario no fue distinto a la viruela de 1898, ni a la Bubónica de 1908”

“Ante tanta calamidad se atrevió a manifestar contra el gobierno el Dr. José Gregorio Hernández. Dijo entonces el ilustre catedrático en la Universidad Central de Venezuela: al pueblo lo está matando el hambre y no la gripe, lo primero que hay que hacer es darle de comer a los desheredados de la fortuna que viven en los barrios. El Dr Luis Razetti, dio la razón a Hernández y añadió: nuestras clases trabajadoras, nuestros artesanos y peones, no pueden ahorrar, porque no ganan lo suficiente; al caer enfermos, carecen de todo, porque han vivido al día” 

 Antes, en 1885 en plena autocracia guzmancista se paralizó la vida pública: ni siquiera las comunes revueltas castigarían tanto a la población y a la economía nacional como el cólera, que reaparece en la región central causando daños inimaginables y propagándose hacia el oriente del país. Incalculables fueron las pérdidas en los Valles de Aragua, donde esta aterradora dolencia, se estima, liquidó a más de un tercio de sus pobladores. 

 Aquel luctuoso cuadro que presentaban ciudades y pueblos, donde zanjas improvisadas servían de fosas a centenares de cadáveres, determina en sus habitantes el impulso desesperado de partir, renunciando a todo, abandonando bienes, propiedades y familias. Buscando así , en otros lares la divina gracia que pudiera protegerlos de guerras y enfermedades malditas que corroían las entrañas mismas de la tierra. 

En la romería de seres que emigraron muchos fueron al sur, encontrando en su marcha los poblados cojedeños de El Baúl y El Pao. Viajeros desahuciados, peregrinos del dolor. 

Por aquel paso real de sendas porfiadas, escoltados por la brisa fresca que expira en la estepa y se estrella contra el piedemonte rocoso en los altiplanos de El Baúl, teniendo como testigo las silenciosas e impresionantes Galeras de El Pao, transitaron decenas de familias nativas de los Valles de Aragua; sobre mulas, en carromatos maltrechos, o a pié, hasta asentarse en aquella Villa, procurando salud y la codiciada paz. 

¡Tierras bauleñas! 
Lugar promisorio, con superficies terrenos de buena fertilidad, clima envidiable todo el año que auspiciaba un suave pastizal calificado para la cría, protegido de inundaciones, de edificaciones inmensas que hacían juego con su sombría plaza y la iglesia colonial enclavada en aquellas peñascosas montañas de Cojedes” 

(…) Otra tragedia doblegó a sus moradores , en 1873 ocurren terribles inundaciones de las sabanas de El Pao y sus cercanías, sumándose luego la fiebre miasmática que azotó esas cordilleras e invadió todo el departamento. 

Afligidos aceptaron tan inesperada circunstancia: la irrupción maléfica del anófeles a la población cojedeña; calvario que se extendió hasta las primeras dos décadas del siglo XX. Producto del descuido con la naturaleza, aguas estancadas, cauces obstruidos convertidos en criaderos de zancudos trasmisores de la malaria. Venezuela paga su cuota ante la indiferencia oficial, distraida en revueltas que mermaban el índice poblacional. La afección, primera causa de muerte en el país, introdujo repercusiones de índole cultural, económicas, sociales y políticas que profundizaron su cuadro de decadencia y desintegración. 

Visto el infortunio, los habitantes de El Baúl revisan unos, la decisión de quedarse, aferrados al terruño, a sus bienes y costumbres, esperando la voluntad divina de salvación o muerte; otros optan por la desercion, no importa a cuales derroteros, buscando horizontes propicios para la vida y la seguridad de la estirpe.

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