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....Y vió que el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. en sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en todo caso alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pié y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como están los defectos y virtudes en las almas nuevas" Don Rómulo Gallegos

6 de julio de 2017

Vivir y Sobrevivir en el medio rural

Quiero compartirles un interesante y como siempre sabio artículo del profesor Omar Carrero, publicado en su blog Picas Forestales. Leerlo me hizo recordar los cuentos del abuelo en sus vivencias en el campo  y confirmar aquellos versos del poeta Germán Fleitas Beroes " con pastillas de  ah malaya, con oraciones de ensalmos y con zumo de  "quien quita", cura el llanero sus males". Sin embargo en el relato se plasman las medicinas naturales del medio rural resultado del saber popular demostrándose entonces que además de la fe para curar, también existían conocimientos empíricos, además de la  fortaleza, resistencia e inmunidad física innata del hombre de campo. Esas curas o remedios naturales siguen siendo efectivos aún hoy, a pesar del avasallamiento de la industria médica y farmaceútica y seguramente siguen en aplicación en muchos lugares aislados del territorio nacional. Con los años, luego de su casi desaparición, la medicina natural ha tomado nuevamente impulso y a nuestro entender, sigue siendo la mejor opción acompañada de una buena nutrición.


SOBRE LA FORTALEZA QUE DA EL ENTORNO RURAL 
Omar Carreo Araque
Baquiano

 A mediados del pasado siglo, muchos caseríos vivían en un aislamiento casi total dentro de su espacio rural, sin servicios públicos y sin asistencia sanitaria integral. El contacto diario, en este caso unidireccional, con las ciudades capitales lo tenían sólo a través de la radio. En mi condición de morador de uno de esos aislados parajes intentaré revivir aquellos escenarios para mostrar someramente cómo el ambiente urbano nos ha hecho más vulnerables y dependientes. 

Para señalar las condiciones de vida de ese entonces comenzaré por decir que nuestra casa seguía las líneas de construcción típica de las viviendas llaneras, con un techo de palma a “dos aguas”, de alto caballete sobre el envigado montado en una fuerte horconadura. Las paredes de bahareque lucían blancas gracias al frecuente encalado. El alumbrado nocturno se lograba de lámparas de fabricación casera llamadas “Chipolas” que funcionaban con aceite de tártago. 

La casa, como todas las de la comunidad seguía la línea de un Caño que además de suministrar el agua de uso doméstico, cumplía con las funciones de traslación, baño y lavadero. En unidades como esta se levantaban las familias, por lo general numerosas, pues cada núcleo de no dejaba de estar conformado por una docena de personas. 

Estos núcleos se repetían en trechos de aproximadamente dos kilómetros, aunque esta separación no impedía la vecindad. Allí en esos conglomerados estaban todos los elementos necesarios para la sobrevivencia: la alimentación basada en carne y pescado, leche, queso o cuajada, todo acompañado de arroz, yuca, ocumo, plátanos o topochos; si la situación se ponía difícil es decir “si la canoa se ponía alta” entonces se recurría a la cacería para solventar la mengua. 

El azúcar se remplazaba por melao preparado en grupo o “cayapa” por la misma comunidad en tiempos de molienda. Los niños se criaban a punta de teta, complementando su alimentación con atoles preparados con leche de vaca, sin temor alguno a la “intolerancia a la lactosa”. Pese a esas “limitaciones”, “la selección natural” no apretaba tan fuerte pues eran pocos los “velorios de angelitos”. 

Además de la autosuficiencia en productos de la dieta diaria, se contaba con los “prestadores de servicios” que ayudaban a la persistencia del grupo: El Jefe de Aldea o simplemente Aldea, que representaba a la autoridad civil y mantenía el orden; el Maestro o Maestra, que también hacían las veces de enfermeros o enfermeras, atendían hasta tercer grado a los jóvenes de “edad escolar”, que por lo general se iniciaba a los 14 o 16 años. Existía además un Ensalmador-Sobandero quien con sus conocimientos "ocultos" curaba toda clase de afecciones incluyendo las “picadas” de culebras y alacranes, y con las Sobas, sanaba los males de las Gomas (nódulos) y Tronchaduras (esguinces); la Partera que atendía la llegada de nuevos miembros a la comunidad; el Enterrador que se encargaba de enviar los difuntos al más allá, en un oficio que además de la confección del Cajón, incluía velorios sin muchos rezos ni llantos, apertura del hoyo y colocación de la cruz. 

También estaban los Vaqueros que hacían los trabajos de llano y los Vegueros que cultivaban la tierra en las vegas de los ríos, a escala de Subsistencia. Entre estos vecinos destacaban algunos músicos y cantadores. 

En época de verano, cuando los “Yips” y Camiones podían atravesar la sabana baja, llegaban también los comerciantes de ganado y los “mercachifles” que traían objetos como baldes, poncheras, radios, pilas, espejos, telas o medicinas. En este mundo aparte se vivía feliz sin mucha necesidad de la ciudad. 

Los viejos se morían de viejos sin saber nada de su próstata o de su colesterol, y las viejas, después de doce partos, morían de viejas sin saber nada de ginecólogos, psicólogos o gimnasios. Se les decía Tísico a los enfermos de tuberculosis pulmonar o Cardiacos (así sin acento) a los enfermos del corazón. Cuando una persona moría inesperadamente, el diagnóstico se encuadraba en la expresión “murió de repente”. 

Las medicinas más comunes se vinculaban con males más comunes como el “ataque de lombrices”, contrarrestado con bebedizos de pasota; los catarros para los que se recomendaba el aceite de Seje o de Cajaro o la manteca de Raya; las heridas que se trataban aplicando un chorro de alcohol y aceite de Cabima, que en el caso de los animales, el alcohol se cambiaba por creolina; para las mordeduras de culebra, además del Ensalme correspondiente, el tratamiento se complementaba con 30 gotas de Extracto de Curarina, una medicina considerada una panacea pues se usaba para tratar cualquier tipo de mal como los generados por la picadura de insectos, fiebres, dolores de oído, de cabeza o de muelas, entre otros. 

Las diarreas se trataban con pastillas de enterobioformo. Los dolores de cabeza o la congestión nasal se frenaban con una embadurnada de Mentol. El yodo se aplicaba sobre los dientes cariados para calmar los dolores, además de la colocación de cataplasmas de almidón con alcohol sobre los cachetes. 

El graso animal empapado en alcohol curaba los “corrimientos” o inflamación de las encías. Los antibióticos que eran llamados Combióticos se usaban sólo en caso de heridas graves, en este caso, las pastillas también podían pulverizarse para aplicarlas en polvo directamente sobre las heridas. Se recuerda a la Dicristicina como el combiótico más usado. 

Las paperas se trataban con un apósito de hojas de tártago fritas en aceite, pero, en el caso de los varones, si el mal ya había “bajado” y estaba afectando a las turmas (testículos), entonces se colgaba al enfermo por los pies, manteniéndolo así por una hora. Las fracturas de los huesos se trataban entablillando el miembro afectado o recubriéndolo con una tira de tela embebida en leche de higuerón mezclada con cal, la que al secarse adquiría la consistencia de yeso. 

Cada tres meses los funcionarios de la campaña antimalárica, llamados popularmente “los pastilleros o repartidores”, recorrían los campos a lomo de mula repartiendo pastillas de Aralén o Quinina; estos pastilleros, que también portaban bombas espalderas, rociaban DDT en las viviendas para eliminar a los insectos trasmisores de enfermedades, principalmente a los zancudos. 

La conexión con Dios, en el caso de los católicos se establecía a través de La Virgen del Carmen o de El Señor, entre los evangélicos. Se invocaba a San Pablo para protegerse de las culebras. 

Ahora cuando nos hemos convertido en urbe-dependientes, si vale el término, no podemos vivir alejados de los supermercados, farmacias, gimnasios, acueductos, electricidad, televisión, teléfonos, internet, pero sobre todo de los profesionales de la salud, y como consecuencia colateral, de las farmacias. 

 En el caso de los profesionales de la medicina nos sentimos tan dependientes de su auxilio que no podemos concebir la vida sin estos facultativos, mucho de los cuales han alcanzado tal grado de especialización que ahora podemos tratarnos por separado los males de los huesos, con especialistas en rodilla, brazo, cadera, hombro, muñeca, mano y codo, en un insólito despliegue de ciencia que ahora, lejos en el tiempo y cerquita en la dependencia, se nos hace difícil entender como un curandero de pueblo sanaba a los quebrados, con tablillas de cubarro y leche de higuerón.

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